Texto de José Saborit

A orillas de otro tiempo

Los óleos, acuarelas y dibujos que componen esta exposición son el fruto de un viaje realizado un año antes. Acompañé entonces a Marcelo Fuentes a Bilbao, una ciudad que el desconocía, y ahora, con la memoria todavía fresca de aquellos días, acompaño de nuevo con mis palabras a las pinturas que el tiempo, fuerza reveladora de conexiones ocultas, paciente fluido germinador, ha destilado a través de sus pinceles. Al principio Marcelo tenia impresiones sonoras, casi musicales, nostálgicas. Ambos imagin6bamos una ciudad de acero vibrante incrustada en una nube, una metalurgia paradójica y neblinosa. Sin embargo, aquellos días brillo el sol y ni una gota de Ilu­via sació la sed de nuestra expectación. Nos cansamos de andar buscando lo que ya llevábamos en la cabeza, y solo nos encontramos con la sorpresa de una realidad luminosa y diferente. Recordamos entonces las sabias observa­ciones de Clement Rosset (en Lo real y su doble): "el engaño no esta, por tanto, en el acontecimiento, sino en la expectativa"; nunca es la realidad la que defrauda, sino las expectativas con que nos enfrentamos a ella. Algo de eso tiene que ver con la contemplación estética a decir de Schopenhauer. No se trata de encontrar afuera algo que concuerde con nuestra idea previa de belleza, sino algo capaz de desbaratarla. El Bilbao brillante que se desple­gaba ante nuestros ojos disolvía los vendajes que traíamos puestos y nos permitía ver, "rasgar la niebla que cubre la naturaleza y las emociones que de ella surgen", como escribió Pessoa.
Marcelo se sentía atraído sobre todo por la ría. Deseaba conocer ese entramado industrial del que apenas queda­ba ahora un vestigio que permitía imaginar lo que en otros tiempos fue: monumentales edificios de belleza clásica se encontraban asediados por la maleza y tenían los días contados. Con el tiempo, el valor de use de las viejas industrias había dado paso a un valor simbólico, y lo que en otro momento fue tal vez emblema útil de progreso, se había convertido ahora en monumento casi primitivo, intemporal, y, por supuesto, no menos El tiempo todo lo barre, es cierto, pero al liberarse de sus viejas funciones, los objetos y los ancianos edificios ostentan la belleza de su declive, la ligereza de su gratuidad. Para apropiarse de esas huellas del tiempo, para enseñar a des­cubrirlas y compartirlas, pintores y fotógrafos estamos obligados a caminar ojo avizor, pues no es mucho el mar­gen que queda antes de la extinción definitiva.
Cuando las cosas dejan de cumplir la función que los hombres calcularon para ellas comienzan a hablarnos con un lenguaje diferente: no parlotean ya en su practica huida hacia adelante, condensan en su mudez el tiempo que ha pasado indiferente a los afanes de ese homo faber que necesita hacer, laborar, fabricar cosas, aún sabiendo que cuanto haga se convertirá tarde o temprano en humo o se lo llevara el viento. Así pues, la imponente fachada de esa fabrica ahora un buen lugar para tomar el sol y sentir sin prisa el sosiego de su puro cansancio de tiempo acumulado.
1 camino que lleva de Bilbao al mar es en esencia el mismo que se aleja de todas las ciudades, pues en todas hay n camino que las deja eras y nos devuelve, al transitarlo, otro tiempo, ese otro tiempo perdido que la urbe nos roba con su ritmo inevitable. Las fabricas que en ese camino se alzan no son parte ya de la ciudad sino parte el mar y su cadencia, de las olas y los ciclos concordes con nuestra respiración y nuestros latidos, pertenecen a se otro tiempo de nuestro origen del que Ringer nos habla en El libro del reloj de arena.
Ese otro tiempo es el que la pintura de Marcelo detiene sobre sus lienzos, sin importarle la manida distinción entre naturaleza y artificio. Es cierto que las ciudades donde la naturaleza está presente son afortunadas, y también que resulta enojoso transitar aquellas otras en las que solo pequeños fragmentos de cielos o nubes pasando se descubren a duras penas sobre los tejados o entre los huecos de los edificios. Demasiadas veces tiene uno que confor­marse con los volúmenes y la geometría que la luz transforma en naturaleza urbana, pero a fin de cuentas, acan­tilados o edificios vienen a ser lo mismo cuando se ha entrado en la pintura.
por una predisposición psicológica, tal vez por un imperativo temperamental, Marcelo Fuentes persiste en la necesidad de seguir reconociendo el mundo y los objetos. A menudo he observado que pintores extrovertidos reflejan en su obra las calmas o las convulsiones de su espíritu mediante la abstracción. Otros, introvertidos, parecen querer desprenderse de algún asidero del mundo sensible V vuelcan su mirada sobre las cosas. Siendo Marcelo estos últimos, manifiesta sin embargo una progresiva atracción por lo abstracto, pues en sus últimos paisajes pintura se despoja de cualquier tentación descriptiva, ganando terreno sin salirse de los límites del mundo y rescatando, desde la distancia de su referencialidad externa. hondas emociones internas. Refiriéndose a la obra Sean Scully Francisco Jarauta eseribi6: "... la pintura no es arte de imitar el objeto, sino el arte de dar al instinto una conciencia plástica". En el caso de Marcelo, lo que en sus pinturas alcanza la conciencia por medio de materia plástica, no es otra cosa que el instinto de otro tiempo, la intuición de una intemporalidad que no se de hace en la sucesi6n de instantes, sino que late como presente continuo en cada encuentro con una nueva mirad; La imagen pintada se construye pacientemente a golpes de pincel, amalgamando instantes sucesivos sobre el lienzo, pero el resultado vence la sucesividad temporal disolviendo en la intemporalidad cualquier cronología. Como escribió Simmel a prop6sito de Rembrandt, el pintor recoge "la total vida móvil en la constante presencia del instante: hasta allí lo ha conducido la rítmica, por así decirlo, formal, la emotividad, el tono dado por el proceso, vital".
La pintura de Marcelo Fuentes anuda con naturalidad dos imitaciones, dos huellas que el tiempo fragua en memoria: por una parte, la vaga pero esencial alusión a la apariencia visible de las cosas, el testimonio de una impresión sensible interiorizada y devuelta al exterior por la materia pictórica, transfigurada por el oficio, esa alquimia capaz de cuajar en formas visibles hondas emociones. Por otra parte, pero indisolublemente, la huella autoreflexiva del propio proceso, el relato que el cuadro contiene acerca de su propio crecimiento, la sucesión de un hacer que condensa capas, estratos de tiempo, memoria rítmica, y que por tanto no imita la apariencia epidérmica de la naturaleza y de las cosas sino sus procesos internos, el modo en que la vida inmóvil y el paso del tiempo late casi imperceptiblemente en ellas. Es por eso que la pintura de Marcelo Fuentes nos interpela invitándonos a reconocer en nosotros mismos aquello que sensualmente persiste y vive por debajo de nuestro cíclico girar en pos de no sabemos que, ni hasta cuando, ni mucho menos para que.
José Saborit / Bilbao, una mirada / Catálogo de la exposición

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